"Pero después de todo, no sabemos / si las cosas no son mejor así, / escasas a propósito... Quizá, / quizá tienen razón los días laborables". Jaime Gil de Biedma. Compañeros de viaje
"Pero después de todo, no sabemos / si las cosas no son mejor así, / escasas a propósito... Quizá, / quizá tienen razón los días laborables". Jaime Gil de Biedma. Compañeros de viaje
Errabundia Express es una de las secciones más admiradas y leídas de El Caminante, el suplemento de turismo y viajes de El Mundo de Andalucía. Detrás de ella está el escritor sevillano Javier González-Cotta, viejo colaborador de esta casa.
JAVIER GONZÁLEZ-COTTA
Uno de los visitantes más pintorescos que tuvo Cádiz fue este dominico francés. Recaló en la ciudad llegado de las Antillas francesas. Como se verá, procuró que no le dieran gato por liebre. Entre otras cosas, porque se los habría zampado a los dos.
Jean-Baptiste Labat (París, 1663-1738) es este fraile orondo, el del retrato oval de al lado. Véase. Aspecto adiposo. Cabeza de huevo de corral. Nariz porrona. Boca satisfecha. Ceja altiva y curva, y esa mirada como de tahúr. He aquí este dominico erudito, glotón y tunante, misionero a su bola y, sobre todo, viajero irredento. Por esto último lo traemos aquí a colación. De vuelta de las Antillas Francesas, el Padre Labat recaló unos meses en Cádiz. Fue en el otoño-invierno de 1705, antes de proseguir su camino a Italia. De ahí el extracto de Viaje por Andalucía en los años 1705 y 1706, editado por Espuela de Plata.
Labat acabó recalando en el convento de los jacobinos de París, como cura a sus excesos vitales. Fue allí donde al parecer dejó escritas dos de sus obras: Viaje a las Islas Francesas de América (1722) y Viaje a España e Italia (1730). Murió en París. Se ignora el túmulo donde yace el inefable. En el frontispicio del primer libro citado (edición francesa, 1742), se resume su obra apostólica: Escritor interesado en países y costumbres,/ Adorna sus escritos con la elegancia de su estilo,/ Corrige los errores del hombre divirtiéndolo/ Y sabe mezclar siempre lo agradable con lo útil. Epitafio para todo mortal decente.
El Padre Labat predicó con el ejemplo. Aparte de hombre tardío del Renacimiento (sanador de enfermedades, arquitecto, ingeniero agrícola del azúcar), fue amante del vino, el lecho mullido y la francachela. Apodado "el padre de los filibusteros" (se rodearía a menudo de la peor ralea), con 30 años se embarcó a las Antillas Francesas. Delgadísimo y enfermo de tisis, en la travesía por la mar océana se dio al condumio. Confiesa que fue el chocolate lo que le hizo engordar como un bocoye. Ejercería doce años de labor misional (es un decir). De enredo en enredo, vivió una juerga de 50 días en un navío por el Caribe. No faltaron las bacanales con puercos cimarrones y algún que otro fornicio con bellas indígenas.
Pero a lo que vamos. De vuelta a Europa, recaló en Cádiz en octubre de 1705, en plena Guerra de Sucesión española. Gibraltar fue bloqueado y Labat no pudo seguir su viaje a Italia. Escamado, el prior de su orden lo alojó de mala gana en su convento (Labat no llevaba hábito de capa negra). De modo que, tomando notas, durante cuatro meses deambuló por Cádiz mayormente, siglo y pico antes de La Pepa. Sus impresiones son las que siguen, escritas algunas con pleno dominio de una de las más bellas artes: la maledicencia. Los cronistas locales han referido las andanzas del gordo dominico. Pero se nos antoja una revisitación.
En su tiempo, a decir de Labat, dos tercios de los gaditanos lo formaban los ociosos y los informadores. Le pareció el español una lengua bella en boca de las mujeres, no así en la de los hombres (éstos hacían desagradables movimientos de boca). Estudió a fondo las fortificaciones de Cádiz junto al mar. Se fijó en el vestir de las gaditanas, que hacían uso del guardapiés, el cual incitaba al recato y, por ello mismo, al erotismo solapado. Los gaditanos dedicaban gran tiempo a la holganza y a rendir visitas en casas ajenas (de ahí el alto número de hurtos en la ciudad). Le extrañó que nadie llevara sombrero (los gentiles de la bahía decían que dificultaba la respiración craneal, con riesgo de apoplejía).
La catedral de Cádiz le pareció insulsa. Hizo caso omiso al bulo que difundía la idea de que era la iglesia más antigua del mundo y que había servido de templo al mito de Hércules. Aconsejó no enfermar ni morir en la ciudad, sobre todo si el llamado a filas era pobre. Escribió que los finados que no pagaban los derechos funerarios eran expuestos un día entero en la Plaza Mayor, a fin de recoger limosnas y diezmos para su entierro. Si algo sobraba, se destinaba a misas por el difunto.
Léanlo, hay más. Sin ánimo de molestar en año tan señalado, dejemos de gritar "¡Viva la Pepa!" y gritemos esto otro: "¡Menos carnaval y más Padre Labat!".